EL ORIGEN DE LOS «COTOLENGOS»

2SEP2 de septiembre ……………………….y entonces sucedió que………………………

………en una pequeña y modesta carreta destartalada, desgastada por el transcurso del tiempo, tirada por una vieja mula, parten desde Milán con destino a la localidad francesa de Lyon, de donde son originarios. Tienen por delante un exigente y duro camino por recorrer de unos, aproximadamente, cuatrocientos kilómetros de distancia. Un viaje exigente y agotador, y más, para alguien como Marie, que se encuentra en su sexto mes de embarazo, y a la que acompañan su marido y sus tres hijos, de los que el mayor de ellos cuenta apenas con seis años de edad.

Salen al amanecer, con los primeros rayos del día, evitando así, en la medida de lo posible, la falta de visibilidad, las bajas temperaturas, los más que probables ataques de los animales salvajes que pudieran encontrarse por el camino y en definitiva de aquellos peligros que suelen darse al viajar de noche.

No hay suficiente espacio para todos a bordo de la vetusta carreta de un solo eje, y aunque así fuera, la pobre mula no aguantaría un viaje de aquellas características, llevándolos a todos subidos sobre las quebradizas traviesas de madera, durante tantas horas seguidas, por lo que Marie a pesar de su avanzado estado de gestación decide caminar sujetándose del brazo de su marido y cuando las fuerzas flaquean, asiéndose también con firmeza de las riendas de la vieja mula.

Por suerte los niños duermen durante la mayor parte del recorrido, ajenos a los avatares y dificultades del mismo.

Al cruzar el río Tesino, abandonando la Lombardía y adentrándose en el Piamonte, Marie Gonnet empieza a encontrarse mal.

Se siente tremendamente cansada, casi hasta la extenuación que va mucho más allá del simple dolor muscular propio de aquel transitar. Siente mucho calor y de pronto repentinos escalofríos y a la persistente tos que presenta desde hace ya un par de semanas, comienza a expectorar flemas con sangre.

Al llegar a Vercelli, tras doce horas ininterrumpidas de viaje, deciden buscar un lugar seguro donde pasar la noche, a las afueras de aquella localidad, en lo que parece un establo abandonado, cerca del río Sesia, con la esperanza de que el descanso mejore el estado de Marie. Algo que no ocurrirá.

Al día siguiente, de nuevo al amanecer, bien temprano, se vuelven a poner en camino sin haber dejado Marie de toser sangre, casi de manera persistente durante toda la noche. A la altura de Castelrosso, sin poder tenerse en pie y tras casi dos días de viaje, deciden variar el rumbo y dirigirse hasta Turín, la capital del Piamonte, ubicada en el margen izquierdo del río Po, a unos 25 km de distancia al suroeste de allí, para poder ser atendida por un médico. Por lo menos alguien que le ofrezca algún remedio para aquel malestar general y sobre todo poder descansar, cuanto menos, bajo techo cubierto.

Al entrar en la ciudad y ser atendidos brevemente por un médico, este les señala que Marie, a sus treinta y cinco años presenta todos los síntomas de padecer la enfermedad conocida como la Tisis, o comúnmente denominada por aquel entonces “la plaga blanca” (futura tuberculosis), llamada así por la palidez de sus pacientes, pero para su sorpresa les indican que no pueden admitirla en el citado centro pues no disponen de medios para atajar dicha enfermedad sin evitar además un más que probable contagio con el resto de los pacientes ingresados.

Desde allí les remiten al Hospital Maternal de Turín en donde dadas las particulares circunstancias de la paciente (nacionalidad francesa, sin medios económicos y con aquella sintomatología, altamente contagiosa y hasta la fecha, incurable) volverá a ser rechazada en las mismas puertas de aquella institución a la que no se le permite tener acceso, a pesar de su deteriorado estado.

Deambulan sin rumbo alguno por las calles de una ciudad que ajena a su desesperación parece obviar su presencia. Los cinco recorren las callejuelas de aquella ciudad que no dispone de un lugar en el que poder atender a una enferma de dichas características. La gente se aparta al verlos, cambiando de rumbo, evitando acercarse a ellos.

El domingo día 2 de septiembrede un día como hoyde 1827 sin saber a dónde, ni a quién acudir se topan de bruces con una pequeña parroquia, la «Basílica del Corpus Domini», a la que se dirigen llamando a sus puertas.

Les abre el párroco, Giuseppe Benedetto Cottolengo, que alertado por el estado de la mujer les conmina a pasar a una de las estancias que tienen en aquel lugar. Le cuentan que tras diagnosticarle una enfermedad incurable, en la misma calle, nadie ha querido hacerse cargo de la pobre Marie, a pesar de su evidente estado.

Profundamente emocionado Giuseppe Benedetto trata en vano de que un médico la asista. No tiene medios, es extranjera, una serie de argumentos que al sacerdote le parten el alma. En su destartalada carreta la acompaña el sacerdote italiano hasta el Hospital de tuberculosos, donde al no cumplir con ciertos formalismos tampoco será aceptada.

Una mujer en dicho estado, desatendida, abandonada a su suerte, a quien aquel sacerdote solo podrá asistir a la defunción de ambas (madre y su futura hija).

Profundamente afectado por el aquel suceso vivido, este párroco de cuarenta y un años, crearía cuatro meses más tarde, en una habitación alquilada, con apenas dos camas, el llamado Ospedaletto della Volta Rossa, dando cobijo y ofreciendo su ayuda y cuidados paliativos a personas como Marie, con necesidades especiales que no puedan valerse por sí mismas, pobres, enfermas, y así evitar una muerte en soledad y con sufrimiento.

Un lugar que años más tarde sería renombrado como la “Piccola Casa della Divina Providenza” y que años más tarde acabaría siendo conocido por el apellido del aludido sacerdote, como “El Cottolengo”.

Hace noventa años, en 1932, veía la luz en Barcelona el primer Cottolengo, un proyecto impulsado por el Padre Jacinto Alegre fallecido un par de años antes, al que vendrían años más tarde los de Madrid, Valencia, Santiago de Compostela, Sant Vicent del Raspeig, Las Hurdes en Cáceres, y a nivel internacional dos en Colombia, Buenaventura y Popayán, y otro en Lisboa, capital de Portugal, en donde atender por caridad a los más necesitados.

Entendiendo por caridad la que describiría años más tarde el escritor estadounidense Jack London (autor de Colmillo Blanco), la bien entendida;

—“Tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él” —.

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