«QUEMAR LAS NAVES»

090920224

9 de septiembre………………………..y entonces sucedió que………………………

…….aprovechando aquella noche de luna llena del periodo al que los macedonios llamaban de la “Luna Hyperberetaios” [Ὑπερβερεταῖος], correspondiente a un día 9 del actual mes de septiembre, de un día como hoy, del año 336 a.C., Filipo II (padre de Alejandro) tras un año divorciado de la que había sido su mujer, Olimpia, anunciaba, para sorpresa de los allí presentes, a sus cuarenta y seis años, su deseo de volver a contraer nuevas nupcias, con la sobrina del general Átalo, la que sería a la postre su séptima y última esposa, la joven Eurídice.

La ceremonia quiso Filipo II hacerla coincidir con la siguiente luna llena, prevista para el mes llamado de dios (Δῖος), el de Zeus, nuestro actual mes de octubre, a cuatro semanas vista y que tendría lugar en la capital del reino, en Egas.

Llegada la fecha de la aludida celebración, estando Filipo ataviado con la característica túnica de color blanco, tras el banquete, dirigiéndose hacia el interior del teatro para ofrecer su ceremonial discurso, era asaltado por un miembro de su guardia personal, Pausanias de Oréstide, que cuchillo en mano, se abalanzaba sobre él, asestándole una puñalada en un costado, provocándole la muerte casi de manera inmediata. Y aunque aquel intentó darse a la fuga, acabaría siendo detenido junto a sus dos cómplices, Arrabeo y Heromenes, que le aguardaban montados a caballo a las afueras de aquel escenario para poder huir de allí.

El asesinato de Filipo fue rápidamente aprovechado por parte de algunas ciudades estado griegas intentando desestabilizar el reino, presuponiendo, erróneamente, la inexperiencia del joven Alejandro, llamado a suceder en el trono a su padre, con tan solo veinte años de edad. Craso error de quienes tentaron la suerte de desafiar a quien estaba llamado a dominar el mundo entero en los años venideros.

De esta forma, nada más ser coronado rey, partía de inmediato hacia las polis griegas rebeldes, principalmente las de Tebas, Tesalia y Atenas, a las que con una maniobra de despliegue sin igual, utilizando caminos poco transitados, desarrollando una gran inventiva en sus estrategias militares, las acabaría sometiendo, una a una.

Terminadas las revueltas, asegurado el equilibrio y la unidad con las polis griegas, Alejandro acometía el viejo anhelo de su padre, dirigiéndose a la conquista del Imperio persa, partiendo casi de inmediato hacia sus costas.

Cuentan que Hefestión, amigo íntimo y mano derecha de Alejandro, estando próximos a su destino, oteando el horizonte hacia las costas fenicias, con el semblante serio, le hacía un gesto a aquel para que echase un vistazo desde aquella posición, sobre algo que parecía percibirse más allá de la orilla de la playa, en la que tenían previsto arribar, avistando el despliegue de un enorme contingente de tropas rivales.

Sin duda, las huestes enemigas parecían ser en número muy superior a las que en un principio habían considerado. Bien podrían aquellas triplicar fácilmente sus propios efectivos. Los hombres de Alejandro, viendo aquel extenso despliegue, parecieron de pronto sentirse abatidos, algunos incluso derrotados antes siquiera de haberse iniciado la contienda. Una extraña sensación, de vencimiento, empezó a adueñarse de todos ellos, incluso de los remeros, cuyas palas parecieron aumentar de peso aminorando la velocidad.

Aquella sensación de desánimo generalizado molestó en gran medida a Alejandro, que nada más arribar a sus costas tomaba una drástica y firme decisión. No estaba dispuesto a albergar siquiera una sola duda en su firme determinación ni dejar de creer en su proyecto, y mucho menos renunciar a sus sueños sin haber luchado antes por ellos.

No quiere que nada, ni nadie se interponga en su meta o que le haga dudar, mandando rápidamente reunir a todos sus soldados, en aquella cabeza de playa, en formación mirando en dirección hacia aquellas naves, ordenando a sus generales, “quemarlas”, mientras se dirigía a todos ellos…

—“¡Quemad las naves!” —. Y mientras estas comenzaban a arder y ser devoradas por el pasto de las llamas, les arengaba en voz alta;

—”Desaparece de esta manera la que hasta ahora era nuestra única vía de escape, el único medio que teníamos disponible para poder regresar. Desde este mismo momento, solo nos queda una sola manera para poder volver a nuestras casas y reunirnos de nuevo con nuestras familias y seres queridos, y esta es venciendo en el campo de batalla.

La única manera de volver es por este mar que nos separa de los nuestros y lo haremos, tras haber vencido a los que hoy son nuestros enemigos, en sus propios barcos. Sin victoria no hay regreso. ¡A por la victoria!” —

Cuenta esta misma anécdota en su libro, —“Alejandro Magno; La excelencia desde el liderazgo”—, el profesor Manuel Campuzano Arribas, tratando de aproximarse a una de las figuras más emblemáticas de la historia, discípulo de Aristóteles y que acabaría llevando a la práctica un efectivo liderazgo.

La expresión “quemar las naves” ha pasado a la posteridad como una de las formas más efectivas de superación personal en un intento de poder ofrecer así la mejor versión de  uno mismo, a veces, metafóricamente, quemando nuestras naves, sin opción de poder dar marcha atrás, apartando de nuestro camino aquellos miedos e inseguridades que nos pudieran frenar, sin llegar a considerar cualquier eventual o mínimo fracaso, fijando nuestra atención en lo que ha de venir.

Obvia decir que Alejandro acabaría imponiéndose en aquella batalla a aquellos que les tresdoblaban en número, iniciándose desde entonces la leyenda de uno de los mas heroicos conquistadores de la historia y que le llevaría a ser dueño del mundo conocido (rey de Macedonia, hegemón de Grecia, faraón de Egipto, rey de Asia, gran rey de Media y Persia) para alguien que nunca dudó de su persona;

—“No hay nada imposible para aquel que lo intenta. No tengas dudas” —[Alejandro Magno].

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