20 de diciembre…………………y entonces sucedió que…………………………
……………….tenía costumbre Fernando II de Aragón, el rey Católico, de despachar todos los viernes, desde el palacio Mayor, situado en la barcelonesa plaza del Rey, y escuchar las súplicas y lamentaciones de los más necesitados y menesterosos de la ciudad, durante las primeras horas de la mañana de aquel día de la semana.
El viernes 7 de diciembre de 1492, una vez atendidos aquellos, sobre las doce horas del mediodía, tramitados los asuntos de la jornada y dando por concluida la recepción, se dispuso a abandonar aquel lugar por las escalinatas que dan acceso a la plaza por la real Capilla de Santa Águeda, acompañado por sus gentiles hombres de compañía, su mozo de espuelas Alonso de Hoyos y su fiel mayordomo Antonio Ferriol.
Al llegar al segundo escalón, emboscado y por su retaguardia, hace acto de aparición un hombre, que aguardando oculto en la puerta de la iglesia contigua y abalanzándose sobre el monarca, saca de entre sus vestimentas, escondida, una espada, que al ser más corta en su tercio final que una tradicional, era conocida como una “terciada”, con la que logra asestarle un fuerte impacto con su hoja afilada, entre el cuello y la cabeza, abriéndole una profunda brecha de la que comienza a manar abundante sangre. En un intento por propinar una segunda embestida al aturdido soberano, es aquel reducido rápidamente por el séquito que acompaña a su majestad, propinándole tres estoques de puñal certeros, no llegando a dar cuenta de su vida, ajusticiándolo allí mismo, sino hubiera intercedido el mismo rey don Fernando, que solícito, requirió no matarlo con la intención de averiguar quién se escondía tras semejante acto conspirativo.
La herida aunque presentaba una profunda hendidura no llegaba a alcanzar ninguna arteria vital por escasos milímetros, gracias, en parte, a que el golpe fue frenado por la gruesa cadena del “toisón de oro” que el soberano portaba sobre su cuello. Al llegar a sus aposentos, diéronle vino del fuerte, para seguidamente, y tras limpiar la cortadura, proceder a cerrarle aquella herida con siete puntos de sutura, tras lo cual, el monarca, aquejado de altas fiebres cayó desmayado, desatando toda la rumorología que estos acontecimientos suelen suscitar entre la población, destacando entre estos la creencia de la defunción del rey católico, provocando desórdenes en toda la ciudad condal que comenzó a agolparse a las puertas de palacio, bajo proclamas y vítores hacia su rey, amenazando con alzarse en armas y exigiendo la cabeza de los conspiradores.
El asaltante en cuestión, de nombre Joan Canyamars, era un payés (un campesino catalán) natural de Dosrius, de la misma provincia de Barcelona, en la comarca del Maresme, que fue puesto de inmediato bajo custodia palaciega e interrogado mediante tortura para averiguar quién auspiciaba tal intento de asesinato. El susodicho regicida frustrado, declara durante la misma, haber escuchado voces del propio Espíritu Santo que le conmina a acabar con la vida del monarca don Fernando, que falsamente porta una corona que no le pertenece, para una vez muerto aquel, proclamarse legítimo rey de la Corona de Aragón.
La versión, a pesar del suplicio, no varió ni un ápice, por lo que desecharon que detrás de aquel asunto se escondiera conspiración alguna, tildándolo unos, de trastornado, y otros de verdaderamente ido o incluso loco, y a quienes acudieron a la posada en la que se había hospedado durante aquellos días previos, les dijeron no haber observado nada anómalo en su actuar ni manera de proceder y que en modo alguno parecía tratarse de un enajenado ya que aquel hablaba con verdadera lucidez e incluso buen entendimiento.
Entre sudores, recobrando levemente el conocimiento el monarca, dolorido, con la herida cosida y la clavícula rota, siendo informado sobre la presunta locura de aquel desdichado personaje, determinó absolverle de su culpa, para acto seguido volver a recaer en sus vahídos, por lo que el consejo real temiendo por su vida, determinó ajusticiar al detenido para que “constituyera memoria eterna”, dándole muerte de la manera más cruel posible, según acuerdo constatado por el vicecanciller del consejo Alonso de la Caballería.
De esta forma, Joan Canyamars, cinco días después, el miércoles 12 de diciembre sobre un carruaje, completamente desnudo y atado a un palo, fue llevado hasta el mismo lugar del atentado, donde le fue amputada, primero la mano derecha, y acto seguido, el puño y el brazo entero, para ir desmembrándole, poco a poco, en aquel macabro paseo por las principales calles y plazas de la ciudad, hasta provocar su muerte, momento en el que el cadáver fue llevado a las afueras de la ciudad donde acabaría siendo lapidado y posteriormente calcinado.
Dos días después de este suceso, entre recuperaciones y pérdidas de conocimiento, el monarca pareció desfallecer, debilitándose hasta el extremo de llegar algunos a presagiar su muerte. Y entonces sucedió que, el 20 de diciembre, de un día como hoy, de hace quinientos veinticinco años, el rey Fernando II, el católico, quedaba restablecido de sus heridas completamente. Tenía por aquel entonces cuarenta años y veinticuatro años de vida por delante.