3 de enero………………..y entonces sucedió que……………..
…………………aquel jueves 3 de enero de 1918, el doctor Bolotin, cumplía treinta años de edad. A su pequeña pero acogedora consulta, desde muy temprano por la mañana, habían ido llegando abundantes muestras de cariño. Llevaba seis años ejerciendo, como médico especialista en cardiología y neumología (corazón y pulmón), y aunque sus inicios no habían resultado ser todo lo sencillo que él hubiera deseado, a base de esfuerzo, de un enorme sacrificio, mucho trabajo y una gran dosis de determinación, había logrado revertir, aquel aparente e inicial rechazo originado en torno a su capacidad profesional, en innumerables muestras de admiración, por parte de sus pacientes y del reconocimiento y respeto, de sus colegas de profesión.
Contaban un sin fin de anécdotas de aquellos seis años ejerciendo la medicina, casi todas, centradas sobre la extraordinaria capacidad memorística de la que hacía gala el doctor, capaz de recordar cada uno de sus pacientes y sus historiales médicos, sin necesidad de repasarlos previamente. Decían que cuando cortésmente acompañaba hacia la puerta de salida de la consulta a despedir a quien acababa de atender, por el sonido de las voces, proveniente desde la sala de espera, podía con exactitud señalar quienes eran los pacientes que allí se encontraban. No era por tanto extraño, que una vez abierta la puerta del despacho y sin necesidad de asomarse, poder escucharle dedicar frases personalizadas hacia sus pacientes, disponiendo casi instantáneamente con detalle, frescos en su memoria, los datos sobre las dolencias de sus últimas visitas sin necesidad de hablar con su enfermera.
Era Jacob Bolotin, el séptimo hijo de un matrimonio de emigrantes polacos, que seis años antes habían decidido abandonar su Polonia natal en busca de un futuro mejor, asentándose en la ciudad de Chicago en el estado de Illinois y que aquel martes 3 de enero, de hacía treinta años, había nacido ciego, logrando ser con el transcurso del tiempo, el primer médico invidente, desde su nacimiento, de la historia.
De los siete vástagos del matrimonio Bolotin, los tres últimos, Sarah, Fred, y Jacob habían nacido privados del sentido de la vista. Cuando llegado el momento, quisieron escolarizar a los dos más pequeños, hallaron un sistema educativo que no disponía de las condiciones y los requisitos mínimos necesarios para preparar a un alumnado de dichas características. Aquellos niños, de seis y cuatro años, no encontraron escuela pública alguna que quisiera hacerse cargo de sus respectivas formaciones. La señora Bolotin, no dándose por vencida, tuvo que llamar a muchas puertas, hasta dar con la “escuela judía de capacitación de oficios” de Chicago, que por la condición semita de los Bolotin, finalmente aceptaría, no sin ciertas reservas al respecto, matricularlos.
La predisposición, buena voluntad y generosidad en el esfuerzo diario llevado a cabo por los hermanos, y muy especialmente por el más pequeño, no fue óbice para que el director de la escuela, aconsejara a los padres, durante el curso siguiente, llevar a estos a la escuela de Illinois, para personas ciegas o con discapacidad visual, a pesar de encontrarse esta mucho más alejada del domicilio familiar y no disponer de los medios necesarios para poder ir a visitarlos, como así resultó ser a la postre, pues durante los próximos nueve años, correspondientes a aquel ciclo formativo, hasta la graduación de ambos (Jacob con mención especial a sus catorce años), no volverían a verlos.
Jacob Bolotin sabía lo que quería y como conseguirlo, y para ello tuvo que buscar un trabajo que le permitiera seguir costeándose los estudios para poder algún día acudir a la facultad de medicina en su turno de tarde, aunque para ello, debía lograr convencer, a quien le contratase, del hecho de que ser invidente no debía ser un obstáculo para el desempeño de su labor.
No resultaría sencillo, pero lograría captar la atención y la consiguiente fascinación de un empresario que a pesar de las dudas iniciales, le permitiría vender sus maquinas de escribir, dejando absolutamente anonadados a los clientes en sus demostraciones, al comprobar como aquel hombre, a pesar de aquella discapacidad visual y de manera habilidosa maniobraba aquellas máquinas en sus presentaciones, hecho que le permitiría, proseguir con sus estudios, hasta poder acudir a la facultad de medicina, en su turno de noche, donde a pesar de no contar con el beneplácito de quienes le aconsejaban abandonar semejante locura, llegar a convertirse en médico, invirtiendo para ello un mayor esfuerzo, que el resto de alumnos más afortunados, ante la carencia de medios para este tipo de estudiantes.
A pesar de las adversidades y de las dudas que su propia discapacidad generaba para el desarrollo de dicha profesión, lograría obtener la licencia que le habilitaba para ejercer la medicina en 1912, a los veinticuatro años de edad, haciendo buena la frase que posteriormente emitiría Winston Churchill, que decía -“Nunca llegarás a tu destino si te paras a tirar piedras a cada perro que ladra”- .
Este hecho despertó el interés de la prensa escrita de la ciudad que desplazó a dos periodistas del Chicago Tribune para realizar una entrevista “al primer doctor en medicina ciego”, que supo aprovechar aquella ocasión para reivindicar la “igualdad de oportunidades”, llegando en un momento de la misma a señalar que; -“Ser ciego es carecer del sentido de la vista, no sinónimo de la ausencia de cerebro”-.
El 1 de abril de 1924, a la edad de treinta y seis años, el doctor curiosamente fallecía de una complicación cardíaca. A su sepelio asistieron unas cinco mil personas.