5 de abril………………………..y entonces sucedió que…………………………….
……………………hacinados de pie, sin apenas espacio, en vagones de madera, sin ventanas, carentes de ventilación alguna, de esos que se usan para el transporte de mercancías y de ganado, cargados con sus más valiosas posesiones y pertenencias, bajo la esperanza de la promesa de un nuevo reasentamiento, los soldados empujan a aquellos hombres, mujeres y niños asustados hacia el interior de los mismos. Dentro el hedor es insoportable, resultado de una desagradable mezcolanza entre el fétido olor a orina y de los repulsivos efluvios de excrementos humanos, consecuencia de aquellos largos viajes en lamentables condiciones de salubridad.
Son cerca de mil judíos eslovacos los que parten aquel mes de abril de 1942 hacia el campo de concentración de Auschwitz–Birkenau, construido en Oświęcim, a setenta kilómetros al oeste de Cracovia, territorio polaco ocupado por la Alemania nazi. Entre aquellos, viaja Walter Rosenberg de dieciocho años de edad, que no pierde detalle de todo lo que sucede a su alrededor y que dos años más tarde protagonizará uno de los episodios más increíbles en la historia del referido lugar, junto a otro eslovaco que llegará en uno de aquellos trenes, dos meses más tarde, Alfréd Wetzler.
Con el cierre de las portezuelas de los vagones, con ese característico estrépito que provoca el sonido metálico de los pasadores de sus cerrojos, la oscuridad se adueña del habitáculo y junto a ella un doloroso silencio. Desconocen la duración del viaje, sus condiciones e incluso el destino del mismo, que efectuarán durante todo el recorrido sin comida ni bebida alguna.
Al llegar a Auschwitz ya es de noche. Al bajar, son separados los hombres de las mujeres y los niños. Algunos no han podido soportar las duras condiciones del trayecto. En cuestión de un minuto se decide el devenir de cada uno de aquellos, al determinar quien está apto y quien no lo está para trabajar. Los rechazados, principalmente discapacitados, enfermos, ancianos y niños son distribuidos en otra fila, en la que desnudos y despojados de sus pertenencias, haciéndoles creer que van a recibir una ducha, se les proporciona incluso una pastilla de jabón y una pequeña toalla. Nadie grita, no son conscientes que van a morir gaseados con Zyklon B.
El resto, entran en las frías dependencias de aquel lugar en el que son obligados a dejar los equipajes que portan, bajo promesa de recuperarlos más adelante. Tras desvestirse, serán desparasitados, para posteriormente rasurarles completamente la cabeza y tatuarles un número de identificación en el antebrazo, con el que serán designados a partir de entonces.
Auschwitz presenta una doble hilera de postes electrificados, de unos tres metros de altura, situándose entre estas, distribuidas cada ciento cincuenta metros, una torre de vigilancia, que sobresale por encima de aquellas, equipada con reflectores y ametralladoras que de día y de noche velan para que nadie pueda escapar de aquel infierno. A pesar de las férreas medidas de seguridad, los intentos de fuga serán constantes.
Detectado en los recuentos la falta de algún prisionero, los guardias proceden a activar las alarmas del perímetro exterior, que sonarán de manera incesante, permaneciendo en dicho estado durante los próximos tres días, tiempo que consideran suficiente para estimar que el fugitivo ha logrado de algún modo sustraerse a las férreas medidas de seguridad establecidas, por lo que de día abandonan la vigilancia exterior y la centran en su interior.
Pero aún produciéndose con éxito la salida del campo de concentración, el fugitivo es fácilmente reconocible tanto por sus vestimentas como por su aspecto físico, al llevar la cabeza totalmente afeitada. Encontrar ayuda exterior además, se antoja un asunto harto difícil, ya que no facilitar el paradero de algún prisionero era considerado por las SS como un delito de alta traición castigado con la muerte. Si el huido fuera capturado morirá ahorcado en presencia de todo el campamento, si es encontrado muerto en su intento de fuga, será expuesto en la puerta de la entrada para amedrentar a quienes piensen en trazar un plan similar.
Pero Walter Rosenberg y Alfréd Wetzler están dispuestos a correr dicho peligro. El 5 de abril, de un día como hoy, de 1944, tras haber pasado setecientos veintitrés días en aquel lugar infernal, memorizando todos los datos de aquel exterminio, en el que calcularon que acabaron perdiendo la vida, aproximadamente, un millón de judíos en las cámaras de gas de aquel lugar, eliminando posteriormente sus cuerpos incinerados en hornos crematorios, tenían ultimado un plan de escape. Conocedores del protocolo de activación de los tres días por parte de la vigilancia del perímetro exterior, el viernes día 7 se escondían entre unos tablones de madera, amontonados en el exterior de uno de aquellos barracones, destinados para construir los nuevos aposentos de los futuros prisioneros húngaros, impregnándolos con una mezcla de gasolina y tabaco mascado para eludir el rastreo del olfato de los perros policía, permaneciendo allí escondidos, sin bebida ni comida durante los siguientes tres días.
Una vez los guardias consideraron que los fugitivos habían logrado zafarse de la vigilancia, retirándose del radio exterior, estos tuvieron que hacer frente a la segunda fase y quizás todavía más peligrosa parte de la huida, arrastrándose a través de los lodazales del río Sol, durante los siguientes quince días. El 25 de abril, llegaban a la ciudad eslovaca de Zilina, a 160 kilómetros al sur de Auschwitz.
En el informe presentado por ambos, al que denominaron “Protocolo Auschwitz” en el que incluían, con todo lujo de detalles las “selecciones” a las que eran sometidos los lunes y los jueves aquellos que iban a ser gaseados (adjuntado una etiqueta del gas Cyclone) paralizó el envío de ciento veinte mil húngaros que estaban a punto de ser destinados a Auschwitz, amén de proporcionar en aquellas treinta y dos páginas toda la información de lo que se vino a denominar la “Solución Final”.
Walter Rosenberg, ese mismo abril de 1944, tras la huida, se cambiaría el nombre por el de Rudolf Vrba, emigrando más tarde a Vancouver en Canadá, en donde fallecería a la edad de ochenta y un años, el 27 de marzo de 2006. Alfréd Wetzler, moriría en la localidad de Bratislava, en Eslovaquia, a los sesenta y nueve años de edad, el 8 de febrero de 1988.
-“Puedes vivir en la prisión del pasado o puedes dejar que el pasado sea el trampolín que te ayude a alcanzar la vida que deseas”– (Edith Eger, psicóloga, superviviente de Auschwitz, autora de La bailarina de Auschwitz).