SAÏDOU, EL FUSILERO SENEGALÉS

TROISjAN

3 de enero……………………….y entonces sucedió que……………………………….

………………bajo una lluvia torrencial aquel cuerpo especial de fusileros senegaleses esperaba las instrucciones de su oficial. Estaban exhaustos, habían realizado casi de manera consecutiva dos largos trayectos. Uno, desde el puerto de Dakar hasta Marsella, un viaje convulso con un mar agitado. Otro, tras un breve periodo de instrucción en el campamento de Frèjus, desde Marsella hasta el campamento de Mourmelon en el Marne, donde esperaban órdenes para acudir a la estación de Sainte-Menehould con destino a las trincheras de Verdún, hacia el frente.

El cuerpo especial de fusileros creado por Louis Faidherbe, en 1857, por aquel entonces gobernador de Francia en Senegal (colonizada durante el reinado de Luis XIV), bajo la denominación de tirailleurs Sénégalais, estaba configurado principalmente por soldados de infantería indígenas obligados a alistarse en defensa y salvaguarda de la “Patria” francesa.

Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, en julio de 1914, Francia, al igual que el resto de los imperios coloniales hicieron uso de estos ejércitos en defensa de sus intereses.

Triunfaba por aquellos días la teoría del comandante de la Quinta División Charles Mangin, extraídas de su experiencia al mando, como comandante de los tirailleurs, en la misión del Congo, y que le llevaría a obtener en 1899 la condecoración como oficial de honor de la legión extranjera y a quienes llamaba, para dirigirse a ellos, como “La Fuerza Negra”, y que lo llevaría a atravesar toda África, argumentando que los soldados africanos disponían de un sistema nervioso menos desarrollado y por lo tanto menos sensible al dolor, por lo que abogaba por enviarlos, por su resistencia y ferocidad, a la primera línea de ataque.

El 3 de enero de un día como hoy, de hace ciento tres años bajo aquella intensa y fría lluvia, preparados para partir desde Mourmelon a Verdún, el oficial de turno al pasar revista a aquel cuerpo de tiradores, observa como uno de aquellos soldados senegaleses porta sobre el cuello una serie de abalorios. Al ser preguntado sobre aquellos adornos, señala que estos constituyen una especie de amuletos que le proporcionan protección y buena suerte.

El oficial, fuera de sí, voz en grito, mientras le profiere golpes con su bastón de mando e insultos de todo tipo, le obliga de malas maneras a deshacerse de todo aquello, que a su juicio pone en serio peligro la seguridad del resto del grupo, sin ser aquel del todo consciente de las facilidades que estaría ofreciendo al enemigo para ser detectado con el ruido que aquellos objetos podrían emitir desvelando su posicionamiento, arrancándoselos con sus propias manos y arrojándolos con violencia al barro.

Para Saïdou Diouf aquellos objetos tenían un enorme valor sentimental, la mayor parte de ellos hechos a mano por su “marabout” (hechicero), como su gri-gri y una máscara de protección, cuya figura representando un guerrero estaba convencido le protegía de toda adversidad que pudiera encontrarse en su camino. Algunos de aquellos objetos habían sido regalos hechos por sus familiares antes de partir hacia Francia.

A las siete de la mañana del lunes 21 de febrero de 1916 un obús alemán caía en el patio del obispo de Verdún, dando comienzo así una de las más largas y encarnizadas batallas que haya tenido lugar, durante diez largos meses, en los que el sistema rotativo de efectivos del general Philippe Pétain, acabaría implicando a tres cuartas partes del ejército francés, y en los que el desgaste, entre ambas potencias, se dirimiría en tan solo treinta y cinco kilómetros.

Sobre las cuatro de la tarde habían sido lanzados cerca de un millón de obuses que hundieron la mayoría de las posiciones francesas. Una constante lluvia de metal caía sobre aquellas trincheras que acabarían hiriendo a gran parte del grupo de estos fusileros, incluido el oficial al mando que malherido quedaba postrado a unos cientos de metros de su campamento.

Alguien del regimiento aseguró haber escuchado el lamento de algunos heridos, entre quienes se encontraba el oficial, solicitándose voluntarios para proceder a su rescate. Saïdou, el soldado ultrajado, el de los abalorios, se ofreció de inmediato para llevar a cabo dicha misión, deslizándose al caer la noche por aquellos terrenos llenos de barro y espinos hasta lograr dar con el oficial que todavía permanecía consciente, colocándolo sobre su espalda y regresando, a duras penas, hacia el campamento, con valor y determinación, en una tarea nada sencilla, dadas las condiciones de oscuridad, lluvia, niebla y frío, poniendo además en peligro su propia existencia bajo aquella tromba de proyectiles que sin cesar disparaba la artillería del jefe del Estado Mayor alemán von Falkenhayn.

Una vez a salvo en el campamento, extenuado, deja caer en tierra al oficial herido al que se queda mirando fijamente. El capitán es consciente en aquellos instantes que quien le acaba de salvar la vida es el soldado al que de malas maneras desposeyó de sus amuletos. Antes de poder decirle nada, con un rápido movimiento, Saïdou desenvaina su cuchillo de combate clavándoselo, de un golpe seco, al oficial en el pecho, profiriendo al mismo tiempo un grito desgarrador ante unos centinelas atónitos que sin esperarlo observan la escena, abriendo fuego de inmediato sobre aquel que cae muerto encima del oficial.

Según cuenta la tradición senegalesa, un insulto o agravio deshonroso solo puede ser vengado en el mismo lugar donde se produjo aquel, y si no puede ejecutarse, la vida de uno ya no tiene sentido.

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