EL CUERPO DE SERENOS

18 de septiembre……………………..y entonces sucedió que………………………

 ……………había quedado prendado de esa tela a la que llamaban muaré, con esa distorsión y efecto visual tan peculiar, cuyo acabado reproduce un efecto de aguas y de curvas superpuestas. Joaquín llevaba en el negocio familiar de la sedería valenciana desde muy corta edad, llegando a convertirse en todo un referente desde su casa en la calle En Bany del barrio de Velluters.

Para conocer a fondo y con todo lujo de detalle el secreto de la fabricación del muaré, la mañana del 18 de septiembre, de un día como hoy, de 1751, Joaquín Manuel Fos, a sus veintiún años, partía desde Valencia a Gandía a lomos de su caballo y con una documentación falsa registrada a nombre de un tal José del Castillo.

Cerca de la Albufera, fingía ser asaltado, manchando su silla de montar con la sangre de dos gallinas que llevaba consigo, esparciendo algunos enseres personales, como su sombrero, que previamente había agujereado, con la intención de hacer creer, a quien los encontrase, que probablemente se hallaría mal herido, y con la desaparición de su cuerpo, la constatación de que quizás hasta estuviera muerto.

Simulando con aquella escenificación su propia muerte Joaquín partía en barco hacía Barcelona, en donde ya como José del Castillo, se dirigía a la ciudad de París con la firme decisión de averiguar el método industrial que anhelaba. De París se desplazó a Lyon, por aquel entonces centro influyente de la industria de la seda, donde ejerciendo labores de espía pudo estudiar, de primera mano, las técnicas y el modo de dar ese efecto de aguas a los tejidos, el ansiado muaré.

Visitó Italia, haciéndose pasar por diversos personajes que le permitirían conocer, aún más de cerca, los entresijos de su cometido. Se presentó como príncipe de Florencia, comerciante de Venecia, de soldado turinés, peregrino, abate y hasta de mendigo.

Cuatro años más tarde, en 1755, regresaba a Valencia, ante la sorpresa de quienes en su día ya lo habían enterrado, dándole por muerto con aquella trágica desaparición. Consiguiendo del rey Fernando VI, al año siguiente, el reconocimiento de su elaborada técnica, encumbrándole como un respetado hombre de negocios.

Joaquín Manuel Fos, en 1769, era elegido alcalde de barrio por la ciudad de Valencia, cargo que había sido creado un año antes por el rey Carlos III, con la finalidad principal de mantener el orden en las ciudades, evitando así, en la medida de lo posible, otra revuelta, como la sufrida en Madrid, conocida como el Motín de Esquilache y secundada posteriormente en otras ciudades, como consecuencia del denominado bando de los sombreros y las capas, que prohibía el uso del sombrero de ala ancha y de la capa larga.

El mismo Carlos III, en octubre de 1771, publicaba un real bando por el que prohibía el uso de la pólvora y los fuegos artificiales. En 1777, el alcalde de barrio de Valencia, Joaquín Fos, creaba con los trabajadores agraviados de la industria pirotécnica, los «coheteros», un cuerpo de vigilancia nocturna por las calles de la ciudad, cuyo principal cometido era, la salvaguarda del orden público, el mantenimiento de la iluminación de los faroles, el auxilio a los vecinos del barrio encomendado, así como el anuncio, de viva voz, de las horas y del estado climatológico del momento, en unas rondas que daban comienzo a las once de la noche y finalizaban a las cinco de la mañana.

De esta manera se distinguían, en medio del silencio de la noche, por sus voceríos, -“¡las doce de la noche y lloviendo!”-. Eran (y son a día de hoy) tan escasas las lluvias a lo largo del año en la ciudad de Valencia que durante muchos meses los avisos de estos “vigilantes de la noche” advertían tener “un cielo sereno”, -“¡las dos en punto y sereno!”-, pasando rápidamente, a fuerza de repetir la misma expresión, a ser conocidos como el cuerpo de los “serenos”.

Los requisitos para poder pertenecer a este cuerpo de reciente creación eran básicamente, medir como mínimo cinco pies de altura (un metro y cincuenta y dos centímetros), con una edad entre los veinte y los cuarenta años, tener una voz potente y clara, no tener antecedentes policiales, ni trabajo que les impidiera estar descansados durante la noche. Uniformados con un capote largo de color gris, gorra de plato y armados de un palo de madera acabado en una punta de hierro llamado garrota o chuzo, un farol y un cinto con una porra, fueron desde entonces un elemento habitual en la noche de la ciudad de Valencia.

Entre su instrumental destacaba también un silbato de bronce con el que poder advertir a las autoridades pertinentes en caso de observar la comisión de algún delito o para dar aviso al cuerpo de bomberos sobre algún incendio. Muchos llevados por un exceso de celo profesional ante cualquier mínimo altercado, o lo que creían que podría llegar a serlo, utilizaban su silbato con prontitud, de forma que con el tiempo la policía empezó a hacer caso omiso ante estos avisos, que muchas veces eran precipitados e injustificados. Los propios vecinos acabarían, de igual modo, restándole importancia a este peculiar soniquete, generalizándose la expresión “tomar a alguien por el pito del sereno” para referirse a aquel a quien no se le tienen en cuenta sus opiniones, consejos o indicaciones, dándole de esta forma poca o ninguna importancia.

Expresión que no hay que confundir con la alocución -«me importa un pito» que utiliza de igual modo y aparentemente el mismo instrumento, aunque nada tiene que ver, siendo en este caso «el pito», también llamado pífano, el chico que en el ejército hacía sonar una especie de flautín de tono agudo y cuya importancia o relevancia en el mismo era muy baja o más bien, escasa.

La función de los serenos se acabaría implantando en otras ciudades como Barcelona en 1785 o Madrid en 1798, regularizándose profesionalmente su figura mediante Real Decreto de 16 de septiembre de 1834 destacando el buen cometido de estos para –“comodidad y seguridad de sus habitantes»–, desapareciendo oficialmente, tras ciento cincuenta y dos años de actividad, en 1986.

En 1999, el ayuntamiento de Gijón, http://serenosgijon.com/v1/ retomaba esta figura del sereno, una medida que acabaría siendo secundada por los ayuntamientos de otras ciudades, como la de Vitoria-Gasteiz, Barakaldo, Vigo, Murcia o Torrelavega, entre otras. 

Cuentan que el rey Fernando, “El Católico”, viendo los excesivos gastos que el «Gran Capitán», había tenido en su campaña de Nápoles en 1504, llegó a exigirle le detallara los costes de lo que consideraba un enorme dispendio. No debió sentarle nada bien a don Gonzalo tal requerimiento, justificando aquel despilfarro, de manera tan rocambolesca, que aquellas acabarían siendo conocidas como»las cuentas del gran capitán», y que entre otros pormenores detallaba, «cien millones de ducados en picos y azadones para enterrar a los muertos enemigos, y ciento cincuenta mil en frailes, monjas y mendigos para que rogasen por las almas de los soldados del rey caídos en combate, y también para guantes perfumados, para mitigar el hedor de los cadáveres, y ciento sesenta mil más para arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria». Finalizando con un;

-“y no sigo porque entre pitos y flautas se me acabó el espacio”-. [Gonzalo Fernández de Córdoba].

 

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