UNA PECULIAR INUNDACIÓN…

15enero

15 de enero……………………………….y entonces sucedió que……………………….

…………….el patrullero de la policía de Boston, Frank McManus supervisa el vaciado de melaza sobre aquel enorme depósito de casi dieciocho metros de alto y veintisiete de diámetro, con capacidad para almacenar nueve millones de litros, situado en el 529 de la calle Commercial, junto al puerto, próxima a la de Keany Square, en el barrio de North End, perteneciente a la empresa química Purity Distilling. De aquel tanque, una vez fermentada la melaza, se obtiene el etanol, el ingrediente activo y necesario para la elaboración, entre otros productos, de las bebidas alcohólicas.

Unas bebidas que están a punto de ser prohibidas, con la ratificación, cuatro días más tarde, el 19 de enero, de la Decimoctava enmienda, instaurando la llamada “Ley seca” que condenaría, durante los próximos catorce años, la producción, distribución y venta de alcohol, en todo el país.

Hace mucho calor aquel miércoles, algo inusual para el gélido mes de enero bostoniano, y sorprendente en comparación con las bajas temperaturas que se han registrado esa misma noche.

Sobre las doce y media, del mediodía de aquel 15 de enero, de un día como hoy, de 1919, aquel depósito de melaza (con serios problemas estructurales como más tarde los investigadores comprobarían) comenzaba a rugir con furia, como si en su interior se hubiera despertado una bestia enfurecida, ante el estupor de los allí presentes, que veían como, cediendo a la presión de los gases elaborados, como consecuencia de las altas temperaturas de aquel día, hacían saltar los remaches que sujetaban las planchas de metal de aquel enorme tanque, con la misma velocidad con la que salen las balas al ser disparadas.

El tanque bajo aquella enorme presión comenzaba a resquebrajarse. Hubo quienes desde sus oficinas, ubicadas próximas allí, en el mismo barrio, en las calles Charter y Hull, posteriormente afirmarían haber escuchado un ruido sordo, el mismo que haría un tren al golpear los raíles cuando pasa cerca, acompañado de un temblor en los cimientos del edificio momentos previos al derrumbe de aquel, que explotando acabaría vertiendo toda la melaza de su interior por las calles del barrio de North End.

Aquel viscoso jarabe salía despedido con tal fuerza que alcanzaba a los que atónitos permanecían allí, llevándose a su paso a un transeúnte y a una carreta con su caballo que aguardaban a su propietario. Las tres casas situadas justo enfrente cedían ante el virulento impacto, desmoronándose pocos instantes después.

En apenas unos segundos una ola que llegaría a alcanzar una altura de casi ocho  metros comenzaba a recorrer, a una velocidad aproximada de 60 kilómetros por hora, las calles del barrio de North End, principalmente las de Snow Hill y la de Hudson. Los efectos devastadores de aquella pegajosa ola se hicieron sentir rápidamente a varios cientos de metros de allí. Al otro lado de la calle, en el número 6 de Copps Hill Terrace, el propietario de la tercera planta, Martin Clougherty veía como se inundaba varios centímetros el suelo de su vivienda, con aquella sustancia espesa y pegajosa minutos antes de venirse abajo el edificio entero. La vecina que vive en el número 4, Mary Musco, desde su balcón, asomada al escuchar el estruendo, afirmaría poco después haber visto el inmueble de su vecino “reducirse tan rápidamente como si estuviera hecho de cartón”, estrellándolo contra la línea elevada de ferrocarril.

Cuando aquel tanque hacía explosión Frank McManus, que se encontraba ya a una distancia considerable de más de treinta metros, declararía haber sentido como una sustancia húmeda, que en un primer momento pensó que era barro, lo golpeaba en la espalda y en los hombros. McManus lograría ponerse a salvo de aquella gigantesca ola que se le venía encima, barriendo la calle entera, al poder salir de allí corriendo por una de las calles laterales, por la avenida Jackson, solicitando desde allí mismo ayuda a la central para que enviasen lo más urgentemente posible personal de auxilio y de socorro.

Una ayuda que encontraría serias dificultades para poder siquiera llegar al lugar de los hechos y su área circundante en un radio de cerca de ochenta metros en la que había quedado sumergida a una profundidad de varios centímetros por aquella sustancia, y lograr socorrer así a los heridos.

Los bomberos, sanitarios, policías y personal civil voluntario desplazado al lugar de los hechos si permanecían quietos durante un instante quedaban literalmente atrapados al suelo, por lo que las labores de salvamento fueron especialmente laboriosas y muy agotadoras.

Sobre la una de la madrugada finalizaban las tareas de aquel duro rescate de quienes habían podido refugiarse en algún lugar elevado, quedando a salvo de la onda expansiva de aquel jarabe color pardo, que en número ascendían aproximadamente a unos ciento cincuenta, que habían podido librarse de aquel pegajoso elemento.

El balance final arrojaría una cifra de veintiuna personas fallecidas, varios animales muertos y aproximadamente ciento cincuenta heridas de diversa consideración. Muchos de los fallecidos eran trabajadores municipales que sufrirían el envite y la sacudida de la ola de melaza mientras almorzaban en un edificio público próximo al suceso, que sorprendidos no pudieron escapar de allí.

Décadas después, durante los días calurosos de verano, algunas calles del barrio todavía seguían oliendo a melaza.

Investigaciones posteriores determinarían que el tanque había sido llenado con un cargamento de melaza suave caribeña, que no fue sometida a ningún enfriamiento previo, acondicionándola de este modo a las temperaturas invernales propias de la capital de Massachusetts, que junto a la inusitada jornada calurosa de aquel 15 de enero de 1919, desataría aquella tragedia de una melaza que se propagaría tan rápido que llegaría a hacer mala la expresión;

–“pasó el tiempo tan lento como una melaza en enero”-,

(Excepto la de aquel mes de enero de hace ciento dos años).

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