5 de marzo……………………….y entonces sucedió que……………………………….
…………………….Helen Spitzer, a la que todos llaman Zippi, había llegado a aquel siniestro y sombrío lugar un 5 de marzo, de un día como hoy, de 1942, junto a otras dos mil mujeres más, procedentes de Eslovaquia. Gracias a que sabe algo de alemán y posee estudios de diseño gráfico, tras haber sufrido un pequeño percance en la construcción de una chimenea, que se le había caído encima dañándole la espalda, había logrado un puesto de trabajo en una de las oficinas del campo. En poco tiempo conseguía, por su buen hacer en esta nueva actividad, mayores privilegios, como poder darse una ducha diariamente, no necesitar portar brazalete alguno, así como disponer de cierta libertad de movimiento para deambular por el campo, con relativa facilidad.
A finales del año siguiente, el miércoles 10 noviembre de 1943, el mismo día que Zippi cumplía los veinticuatro, llegaba a Auschwitz-Birkenau un tren con prisioneros judíos polacos, entre quienes se encuentra David Wisnia, un joven huérfano de diecisiete años, que ha perdido a sus padres en el Gueto de Varsovia, y al que le es asignado un trabajo en la llamada “Unidad de Cadáveres”, una tarea bastante ingrata, al tener que recoger los cuerpos de los prisioneros que se van suicidando arrojándose contra las alambradas electrificadas, que rodean aquel lugar.
Pronto uno de los oficiales tuvo noticias de la prodigiosa voz que aquel joven poseía para cantar ópera, realizando desde entonces pequeñas actuaciones ante los guardias nazis, siendo reasignado en sus quehaceres cotidianos a un puesto mucho más cómodo, en un edificio entre los crematorios 4 y 5, al que llaman “La Sauna” y en el que su cometido principal sería el de desinfectar la ropa de los recién llegados.
Y justo en medio de aquel lugar infernal, Helen en una de sus habituales paseos por las instalaciones del campo caía rendida al ver al joven David una tarde del mes de marzo de 1944. Fue ella quien organizaría su primer encuentro, convirtiendo aquel barracón que servía de almacén, entre toda aquella ropa amontonada, en un lugar en el que se encontrarían una vez por semana, con una duración máxima de dos horas. Un lugar, en el que a pesar de estar rodeados de tanta muerte y destrucción, pudieron disponer de un hilo de esperanza y algo por lo que «desear seguir viviendo», llegando incluso a atreverse a realizar planes de futuro acordando, al finalizar la guerra (y en el caso de seguir ambos con vida), volver a encontrarse en Varsovia.
Y durante aquellas horas que pasaron juntos, se amaron, rieron, soñaron y lloraron. Helen le enseñó una canción húngara que David, cada vez que se despedían, le cantaba para, según decía, «acompañarla en la distancia hasta llegar a su barracón».
A finales de 1944 los alemanes temiendo perder la guerra comenzaron a evacuar los campos de concentración, mediante las llamadas “marchas de la muerte” tratando de eliminar las huellas de aquellos horrendos crímenes.
Wisnia fue el primero en ser trasladado en diciembre de ese año al campo de concentración de Dachau, al sur de Alemania. Aprovechando uno de los descansos, durante aquel trayecto, con una vieja pala que había encontrado, el joven polaco lograba escapar golpeando a uno de los guardias que le custodiaba refugiándose en un viejo establo abandonado, donde pocos días después acabaría siendo rescatado por la 101ª División Aerotransportada estadounidense que casualmente pasaba por allí, uniéndose a la brigada 506 de infantería de paracaidistas donde acabaría luchando contra los alemanes hasta el final de la guerra.
Spitzer fue enviada al campamento de mujeres de Ravensbrück, a noventa kilómetros al norte de Berlín y posteriormente al subcampo de Malchow. Acompañada de otra prisionera lograba escapar de la marcha de la muerte borrando la franja roja que les habían pintado en su uniformes, lo cual les permitiría mezclarse entre la población local pudiendo llegar hasta el campo de personas desplazadas de Feldafing, próximo a Munich, en Baviera, una parte de la Alemania ocupada por las tropas estadounidenses.
David Wisnia como soldado perteneciente al ejército estadounidense emigraría a los Estados Unidos, en donde, dos años más tarde, en 1947, conocería a Hope, con la que se casaría y acabaría teniendo cuatro hijos.
Helen, recibía noticias por otros prisioneros de la marcha de David a los Estados Unidos. Poco tiempo después contraía matrimonio con Erwin Tichauer, un judío de origen alemán al que había conocido en aquel campo de desplazados, cerca de Munich, adoptando de casada el apellido de su marido. Los Tichauer dedicados a ayudas humanitarias tras un periplo por varios países acabarían asentándose en Austin, en Texas, y en 1967 en Manhattan (a una hora de distancia en coche, sin saberlo, de la casa de David), en donde Helen sería profesora de Bioingeniería de la Universidad neoyorkina.
David Wisnia no quiso mirar atrás. Nunca dijo una palabra, aunque le preguntasen, sobre aquellos años del pasado. A sus ochenta y ocho años, abuelo de seis nietos, empezó a hablar con estos tímidamente de algunos viejos recuerdos. Fueron precisamente sus nietos quienes le impulsaron a escribir sus memorias que verían la luz en un libro, en 2015, “Una voz, dos vidas» (Del prisionero de Auschwitz al batallón 101 aerotransportado) en el que, entre otros asuntos, contaba este amor vivido, refiriéndose a Helen Spitzer como Rose. A la que por medio de otro ex prisionero de Auschwitz lograba saber que vivía muy cerca de su casa.
Una tarde de agosto de 2016 mientras veía viejas fotografías en su casa de Levittown, en Pensilvania se dejaba convencer por su familia para recorrer los cincuenta y cinco kilómetros que les separaban y volver a encontrarse con quien él estaba seguro que le había salvado la vida en varias ocasiones. Wisnia acompañado de su hijo mayor, Eric, ahora rabino, y sus nietos Avi y Sara no abrió la boca durante la hora que duró aquel recorrido en coche por la Northern State Parkway. Habían pasado setenta y dos años. Setenta y dos años…él tenía diecisiete (ahora ochenta y nueve), ella que tenía veinticuatro (hoy, casi noventa y siete).
Al llegar al apartamento de Manhattan encontraron a Helen acostada sobre una cama, enferma. No había tenido hijos, viuda desde hacía veinte años, en 1996. Casi ciega y sorda cuando vio a David en un principio no lo reconoció. Cuando Wisnia se le acercó, contaría posteriormente al New York Times su nieto, Avi Wisnia, la impresión que les causó a todos cuando aquella anciana “abrió los ojos como platos” al ver a su abuelo.
Durante las dos horas que duró aquel encuentro ambos no dejaron de reír, de hablar, de recordar. Antes de irse ella le pidió que le volviera a cantar aquella canción que le había enseñado. David Wisnia a pesar del tiempo transcurrido todavía recordaba su letra.
No volverían a encontrarse más…el 6 de julio de 2018, dos años después, Helen Spitzer Tichauer, a cuatro meses de cumplir los cien años, fallecía. Al menos, fallecía en paz, después de haberse reencontrado con alguien, de quien seguramente, nunca quiso haberse despedido. Y es que, sin lugar a dudas;
-«El mejor reencuentro es el que se tiene con la persona de quien no quisiste nunca despedirte»-. (anónimo)