…«MUCHO MÁS QUE UNA CUEVA»

160906

16 de septiembre…………………y entonces sucedió que………………………….

…………Modesto Cubillas como buen asturiano, originario del concejo de LLanes, se dedicaba como casi todos los habitantes procedentes de dicha localidad a la dura profesión de tejero, consistente en la elaboración de ladrillos, baldosas y cómo no, de tejas.

Modesto se había asentado en las proximidades de la localidad cántabra de Santillana del Mar, donde además de ejercer su oficio trabajaba las tierras de un rico hacendado, Marcelino Sanz de Sautuola, cuya finca solariega se ubicaba a una hora escasa de la localidad de Santillana y sus terrenos de Altamira, concretamente en el Puente de San Miguel.

Fue un 16 de septiembre, de un día como hoy, de 1868, entonces miércoles, previo a la «Gloriosa Revolución» que estallaría tres días más tarde y que acabaría derrocando a la reina de España Isabel II, cuando Modesto, de caza por aquellos lares, perdía a uno de sus perros por aquellos parajes próximos al Arroyo del ojo negro. No cejando en su empeño por encontrarlo, lograba dar con el can que había quedado atrapado entre las grietas de unas rocas ocultas tras unos arbustos. Al forcejear intentando liberarle una de sus patas, descubría el acceso a una recóndita cueva.

La cueva, oculta tras la maleza, disponía de una pequeña apertura. Al parecer el amplio vestíbulo de la caverna aludida, de unos veinte metros de ancho por seis de alto, hacía aproximadamente unos trece mil años, se había venido abajo ocultando y sellando su existencia.  

Aquel hallazgo no supondría ninguna novedad para el llanisco Modesto, acostumbrado a ver, por aquellos lugares cientos de esas mismas cuevas, cavernas y grutas, habiéndolas por doquier, sin ser del todo consciente de la importancia que, precisamente aquella, sí que tendría años más tarde, al ser considerada la “Capilla Sixtina del arte rupestre”.

Sabía Modesto de la afición por la paleontología del dueño de las tierras a quien se las arrendaba, don Marcelino, al que acudía comunicándole su hallazgo. Probablemente el difícil acceso a la cueva por la que, literalmente, había que dejarse caer de un salto para proceder a su interior provocaría que aquel no tuviera muchas ganas de indagar en el interior de la misma tras un primer intento.

No sería hasta pasados siete años, en 1875 cuando Marcelino Sanz de Sautuola se dispusiera a realizar una primera incursión en la que entonces se conocía como cueva de Juan Mortero y posteriormente de Altamira, nombre tomado de un prado inmediato en el que se encuentra.

Al entrar en ella a través de los arbustos que la protegían vio que aquella disponía de un amplio vestíbulo y de una galería, sin apenas ramificaciones, de la que posteriormente se calcularía que poseía unos dos cientos setenta metros de longitud en total. No le llamó la atención nada en especial, salvo unas líneas de color negro que observó en algunas de las paredes, por lo que abandonaría la misma sin querer darle mayor importancia.

Tras su visita a la Exposición Universal de París de 1878, Sanz de Sautuola regresaba impresionado por las colecciones de objetos prehistóricos que allí había visto expuestos, decidiendo explorar a conciencia todas las cuevas de la zona que le fuera posible. De esta forma, una mañana de noviembre de 1879, acompañado por su hija de ocho años, María Justina (quien años más tarde sería madre de Emilio Botín Sanz de Sautuola), con el convencimiento de encontrar restos arqueológicos de interés, sobre todo objetos tallados, se adentraba en la de Altamira, decidido a recorrer la galería entera.

Estando abstraído prestando mayor atención mirando el suelo por el que avanza no se percata de un detalle, que a la niña no se le escapa, al observar con curiosidad en el techo de la misma una serie de dibujos y grabados realistas que llamaron su atención;

—“¡Mira papá, bueyes!”—

Marcelino y su hija son los primeros en contemplar unas pinturas rupestres de más de 18.000 años de antigüedad que cubrían las paredes y la bóveda de la cueva. Bisontes, caballos, cabras, ciervos, pintados de colores ocres naturales, algunos en un vivo color rojo contorneados en negro.

Al año siguiente publicaba un ensayo titulado, —“Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander”—, detallando con precisión la estructura de toda la cueva de Altamira, señalando que por la abundancia de restos fósiles de animales encontrados, bien podría deducirse que aquellos habrían servido de alimento a un más que nutrido grupo de personas que la habitaron, pasando a describir las pinturas descubiertas y atreviéndose a afirmar que aquellas sin ningún género de duda “pertenecían a la época del Paleolítico”.

El revuelo estaba servido. La Iglesia Católica consideraba aquello un ataque directo a la verdad bíblica y a sus cimientos, al defender aquel la aberrante idea de que aquellas pinturas fueran obra de unos prehistóricos hombres salvajes de hace más de diecisiete mil años.  

Sus detractores salieron a acusar directamente a Sautuola de ser un falsificador. Los franceses Gabriel de Mortillet y Émile Cartailhac defenderían la falsedad de aquellas pinturas.

Frente a estos sus más firmes defensores liderados por el valenciano Juan Vilanova Piera, el que fuera titular de la primera cátedra de paleontología creada en España, reconocían la verdadera legitimidad de unas pinturas que acabarían siendo declaradas por la UNESCO, ciento seis años más tarde, en 1985, —“Patrimonio de la Humanidad”—. Siendo en 2008 ampliada su denominación a “Cueva de Altamira y arte rupestre paleolítico del norte de España”. 

Por criterios de conservación y de manera preventiva la cueva se cerraría al público en 2002. El Patronato del Museo de Altamira autorizaba que esas visitas se pudieran seguir realizando de una forma muy excepcional en 2014, estableciendo un sistema de sorteo entre sus visitantes. Paralizado con la pandemia del Covid-19. El sistema preveía, todos los viernes del año, que cinco personas pudieran visitar la cueva; eso sí, sin posibilidad de hacer reservas ni preinscripciones.

Los afortunados en el sorteo llevan a cabo la visita de la Cueva de Altamira con una indumentaria especial y un recorrido y tiempos de permanencia muy definidos, de unos cuarenta minutos. Medidas muy excepcionales en las que se dice que hay quienes sugieren que;

—“Serán bienvenidos quienes “dejen de respirar” dentro de la cueva”—.  

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