ÁNGELES EN UN ALFILER…

040323

3 de marzo………………………………..y entonces sucedió que………………………..

……contaba Alexander Calandra, profesor de física de la Universidad de Washington en St Louis, una anécdota publicada en su libro “The Teaching of Elementary Science and Mathematics”, con fecha de 3 de marzo, de un día como hoy, de 1961 y que años más tarde acabaría popularizándose al aparecer en el semanario “Saturday Review”, especializado en ciencia y educación,  en un artículo que llevaba por título -“Ángeles en un alfiler”-, el 21 de diciembre de 1968, de cómo un colega de profesión requería de su colaboración para resolver un asunto que le mantenía preocupado (historia que acabaría siendo erróneamente atribuida al profesor Ernest Rutherford y su alumno, Niels Bohr, futuro premio Nobel de Física).

Al parecer el aludido compañero, también profesor de física, le solicitaba su ayuda y mediación para poder solventar el llamativo entresijo en el que se encontraba ante la respuesta que le había dado uno de sus alumnos, al que estaba a punto de ponerle un cero y que, hasta esos momentos, consideraba “modélico y brillante”, a una de las preguntas suscitadas en un examen que había puesto, en relación a un problema cuya solución giraba en torno al uso de un barómetro.

El profesor en cuestión solicitaba, determinar, con la simple ayuda de un barómetro, la altura de un edificio.

El colega defendía como válida la respuesta consistente en la realización de un sencillo cálculo matemático, que demostrase conocimientos del uso del aludido instrumento, de manera que deberían efectuarse, dos mediciones sobre la presión atmosférica, una primera a ras de suelo, y una segunda, en lo alto del edificio, resultando de la diferencia de ambas presiones, divididas por la densidad del aire y la gravedad, la altura de este.

El “brillante” alumno sin embargo, había ofrecido una respuesta que, no pudiendo ser considerada errónea en sí misma, en modo alguno podría ser legítimamente válida en una solución fundamentada empleando la física, por su razonamiento burdo, peculiar y ciertamente ofensivo, al responder que; “Llevamos el citado barómetro a la azotea del edificio, a su parte más elevada, atando a uno de sus extremos una cuerda muy larga, tras lo cual, descolgamos este hasta llegar a la base del mismo, procediendo a marcar y medir. La longitud empleada de cuerda será igual a la altura del edificio”.

Así que el profesor Calandra determinaba que, si bien encontraba aquella respuesta ciertamente original y hasta cierto punto válida, no debería la misma obtener una buena calificación, pero tampoco menospreciar, con un cero, aquel razonamiento, proponiendo una nueva oportunidad al alumno, algo a lo que aquel profesor accedía a realizar.

Reunidos en uno de los despachos del Departamento de Física, el profesor Calandra pedía al joven alumno resolver la misma pregunta del barómetro, eso sí, advirtiéndole que en dicha ocasión debería en su respuesta acreditar sus conocimientos de física, disponiendo de seis minutos, para la realización de aquella prueba.

Tras cinco minutos sin que aquel estudiante hubiera escrito nada, Calandra le preguntaba si deseaba abandonar la prueba, siendo la respuesta de aquel que “tenía varias soluciones posibles” y dudaba en elegir “la mejor de todas”, ante lo cual, el profesor, se disculpaba por haberle interrumpido, rogándole continuar.

En el minuto que tenía disponible, escribía lo siguiente; aplicamos para la resolución del ejercicio la fórmula del movimiento de “caída libre”, [h= Vi * t + ½ * g * t2] [siendo h (altura en metros), v (velocidad inicial), t (tiempo de inicio del movimiento), y g (la aceleración de la gravedad)]. Tomando el barómetro lo dejamos caer al suelo desde la azotea del edificio, calculando con un cronómetro el tiempo de su caída y una vez obtenido este, aplicamos la fórmula, altura = 0,5 por [a] por [t] al cuadrado, dándonos como resultado la altura del edificio en cuestión”–.

Respuesta que era, considerada por ambos, más que satisfactoria y que le concedía la máxima puntuación.

Fuera del despacho, coincidía Calandra con aquel alumno en la puerta de uno de los ascensores, pidiéndole, movido por la curiosidad, que le contara aquellas respuestas en las que había estado dudando en contestar.

“Bueno”– dijo, –“es que hay muchas; como la del cálculo de los triángulos semejantes, el del teorema de Tales, formando un triángulo entre uno de los lados del edificio, con un objeto determinado del que sepamos su altura, y de este último con el propio barómetro, trazando una línea perpendicular para averiguar sus ángulos y así poder obtener la altura del edificio”–.

También podríamos calcular su altura tomando como referencia la sombra que traza el edificio comparándola con la que proyectaría, en este supuesto, el propio barómetro, al realizar un cálculo de simple proporción.

–“Hay más con las que dudaba contestar. Una vez situado en la parte más baja del edificio procedes a subir por las escaleras del mismo. A medida que vas ascendiendo, realizas sobre sus paredes marcas que correspondan con la altura del barómetro, hasta llegar hasta arriba, procediendo a contar el número total de marcas. Si multiplicamos la altura del barómetro por el de marcas efectuadas obtendremos la solución del problema”–.

Y continuar señalando que;

–“También podríamos atar el barómetro con una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo, calculando la gravedad cuando el barómetro esté a la altura de la azotea y en su trayectoria circular al iniciar el descenso al pasar por la perpendicular del edificio, siendo resultante de la diferencia de ambos valores, la altura del edificio”–.

–“Aunque probablemente”–, siguió argumentando sus posibles respuestas ante el asombro del profesor, –“la más fácil y sencilla sería golpear la puerta de la casa del conserje con el mismo barómetro, y cuando abra la misma decirle; señor, aquí tengo este bonito barómetro. Si me dice la altura de este edificio, se lo regalo”–.

Un asombrado Calandra, ante tantas respuestas acertadas le preguntaba si conocía la respuesta que se consideraba como válida, “la convencional”, la que señala que la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares.

Claro que la sé”, contestaba aquel, –“pero he tenido profesores que sobre todo me han enseñado a pensar”–.

Ya lo decía la antropóloga Margaret Mead –“Los niños deben aprender cómo pensar y no en qué pensar. Si aprendes a pensar serás dueño de tu propia vida, de tus actos y de tus decisiones”–.

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