—VEREDICTO, «CULPEIBALL»—

070403

7 de abril………………………….y entonces sucedió que……………………………..

………..el siguiente suceso que tuvo lugar, siendo rey de España, Carlos III, bajo el viejo puente de Segovia, en Madrid, constituye uno de los secretos mejor guardados de la villa, cuando un joven, que por allí se encontraba jugando con sus amigos, moría asesinado, siendo rápidamente acusado y “detenido”, como causante de aquel crimen, un sospechoso de mucho peso.

El aludido puente había sido mandado construir por el rey Felipe II, una vez acomodada la corte desde su traslado de Valladolid a Madrid, encargando aquella tarea al arquitecto Juan de Herrera (el mismo que había edificado el Monasterio de San Lorenzo del Escorial), de unas obras que daban comienzo en 1574 y finalizaban, diez años más tarde, en 1584.

Construido con piedras de granito, el objetivo de sus 172 metros era el de atravesar el río Manzanares para comunicar Madrid con las poblaciones del norte, como Ávila, Salamanca, Zamora, Valladolid y por supuesto Segovia, localidad que le daba popularmente el nombre a dicho puente.

La ordenación urbanística de Felipe II contemplaba, tras su construcción, la edificación de una gran avenida, llamada de la Real Nueva, en la actual calle de Segovia, asentada por aquel entonces sobre el arroyo de “San Pedro”, que preveía partiendo desde el citado punto llegar hasta el centro, hasta “Puerta Cerrada”, una de las entradas del recinto amurallado de Madrid.

Una calle esta, la de Segovia que de ser una de las más importantes vías de acceso a la capital, acabaría siendo famosa, antes de transformarse en una pequeña callejuela del Madrid de los Austrias, por ser la ruta que llevaba a la Pradera de San Isidro, con su famoso «tranvía nº 8», que cubriría el trayecto “Puerta Cerrada-Pradera de San Isidro”.

Cada 15 de mayo, festividad de San Isidro, el aludido tranvía llevaba a dicha Pradera a su romería, abarrotado hasta los topes, engalanados a los castizos chulapos y chulapas de Huertas y Manolos de Lavapiés (haciéndose popular la expresión castiza, por aquellos que vivían por la zona del Manzanares, al ver tanto chulapo junto, de aquello de “ser más chulo que un 8”).

Fue precisamente en este puente de Segovia, un 7 de abril, de un día como hoy, de 1772, el mismo día en el que Carlos III escribía al marqués de Lazan haciéndole partícipe de la prórroga de la concesión al monarca de la Bula Papal de Clemente XIII de la Santa Cruzada por otros seis años más, cuando se desataba en Madrid una de esas tormentas virulentas que convertían de pronto el día en noche cerrada.

Un grupo de muchachos que se encontraba jugando por los aledaños del puente tratando de protegerse de la lluvia, buscaban cobijo bajo el mismo, con tan mala fortuna, que una de aquellas bolas de granito, colocada sobre los petriles del puente, que servían de adorno, puede que desgastada en su base por el devenir de los años, o por cualquier otra fatal circunstancia cedía precipitándose al vacío yendo a parar justo sobre uno de aquellos mozos que fallecía al instante.

Ante la situación creada, eran consultados algunos juristas de renombre de la época como Alfonso María de Azevedo, Pedro de Castro o el Decano del Colegio de Abogados Vicente García Hernández y también abogados, como Vicente Jofi y Antonio Rama Palomino, que, no sabiendo bien qué postura adoptar, aconsejaban resolver que «habiendo quedado evidenciado que aquella esfera granítica había sido la responsable directa de la muerte del chico, fuera en consecuencia castigada, no pudiendo volver a engalanar ni embellecer la albardilla del puente del que procedía, debiendo permanecer confinada en el patio de la casa del verdugo, ubicada esta junto a la cárcel de la Corte».

Una cárcel que se encontraba en el Palacio de Santa Cruz (el actual edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores), y que durante el reinado de Carlos III acabaría siendo trasladada al convento del Salvador, de la calle Santo Tomás.

El convento, reconvertido en cárcel tenía dos puertas, por la que salían los reos, una que daba a la calle Salvador (que significaba la libertad del preso), la otra a la calle de Santo Tomás (última calle que veían los detenidos antes de morir).

Era precisamente en esta calle, la de Santo Tomás, donde tenía su vivienda el verdugo de la Villa y Corte, rebautizada por los madrileños como «la del Verdugo», lugar en el que aquella «bola asesina» acabaría, una vez declarada culpable, encerrada muchos años.

Contaba Pedro de Répide Cornaro, primer representante del cuerpo de Cronistas Oficiales de la Villa de Madrid, en su libro “Las Calles de Madrid” que —“aunque este suceso nos llame poderosamente la atención no era algo infrecuente castigar a las bestias u objetos inanimados que causasen algún mal”—.

Desde los tiempos de la Edad Media era frecuente ver “sentados en el banquillo de los acusados” todo tipo de animales de granja o salvajes que convivían en las casas con otros vecinos (vacas, cerdos, lobos, ratas…), siendo sus dueños quienes debían correr con los gastos derivados de los juicios y hacer frente a sus costas.

Si bien aquel suceso de la bola de granito asesina, que acabaría siendo condenada, podría resultar increíble, un tanto absurdo o incluso parecer del todo imposible, como bien diría Miguel de Unamuno; 

—“Sólo el que ensaya lo absurdo, es capaz de conquistar lo que parece imposible”—.

Feliz Semana Santa…

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